EL LITORAL, Mayo de 1967

MINIFALDAS, BARBAS Y MELENAS

Esto de las sumarias y más que sugestivas ropas femeninas, y de los pelos largos a lo mujeril las barbas pobladas de los varones, aunque no como las recias barbas merovingias o las "barbas bellidas" de los Vicios cantares de gesta, ha dejado de ser una novedad. Se les ve, muy currutacos y orondos, en cualquier parte y a cualquier hora, de ordinario en parejas, ellas exhibiendo su anatomía no siempre surgente y mórbida, y ellos con la exuberante pelambre derramada a veces sobre los hombros y las espaldas. Al principio eran jóvenes parejas que llegaban desde más allá del Canal o de los Pirineos; pero ahora empiezan a circular productos de la tierra, y la gente que anda a los trompicones entre la baraúnda y el estrépido u de las calles céntricas, atareada en su diario trajín, les mira como a cosa ordinaria y corriente. Sólo algún español viejo les mira de reojo, luego se vuelve a contemplares de hito en hito y, a moviendo la cabeza, con un gesto entre despectivo y melancólico, musita entre dientes:

- Hombre, por Dios ¡habráse visto en el mundo algo semejante!.

Y, sin embargo, Madrid lo ha visto y ha sufrido a veces otros impactos por culpa del atuendo de las damas y de los pelos de los caballeros.

Dicen los cronistas del reinado de Carlos V, que un día, en víspera de marchar a Italia en guerra contra el Papa, mientras esperaba la llegada de Andrea Doria con su flota al puerto de Barcelona, como se levantara con dolor de cabeza, sin consultar a su médico sacrificó su poblada y rubicunda melena atribuyéndole la causa de su tenaz jaqueca; y los cortesanos al ver a su señoras rapado, no tardaron en cortar la suya y entre lágrimas y suspiros, dicen los cronistas, vieron por el suelo, abatido y mustio todo el orgullo y la gala de sus bucles, para escándalo y mofa del pueblo, aunque los jóvenes, resistieron la moda impuesta por la corte y continuaron luciendo el pelo rizado y largo caído en bucles sobre los hombros.

En tiempos de Felipe III el uso de la "lechuguilla" rizada y alta en los hombres obligó a llevar el pelo codo: pero en el reinado volvió la moda del pelo largo y los caballeros se dejaron crecer una perilla en punta y el bigote de guías a lo valiente apuntando a los ojos, al reemplazarse la lechuguilla por la valona. Pero el cuidado de las melenas masculinas fue tan esmerado y complejo, con sus rizos, guedejas y copetes, que semejante fantasía capilar reclamó el arte refinado del peluquero, que sólo en Madrid llegaron a siguiente del cuarto Felipe, cuatro mil los que ejercieron este oficio, no sólo para adornar y engalanar las, en apariencia, afeminadas cabezas de los caballeros, sino para fabricar y urdir pelucas para los calvos, mientras la soldadesca, que no estaba para estos remilgos y lindezas, se conformaba con recoger sus guedejas en lo alto de la cabeza y dejar caer un par de bucles sobre las sienes.

En el reinado de Carlos II se sintió en España con mayor intensidad la influencia de la moda francesa, pero los españoles resistieron firmemente el uso de la "melena de león" que llevaban los caballeros en Francia; en cambio reemplazaron el jubón clásico por la entallada casaca, la golilla por la corbata, y los finos encajes, que parecían galas propias de mujeres, decoraron las bocamangas y pusieron una nota de equívoca coquetería sobre los pechos masculinos.

No fue menor el quehacer que dio la indumentaria femenina, pues provocó a veces verdaderos escándalos a punto de rematar en motines, aunque a la postre, lo que al principio parecía inaudito y estrafalario, acabó luego por aceptarse e imponerse, a pesar de la encendida oratoria de los predicadores que anatematizaban desde el púlpito y de las pragmáticas y reales órdenes de los reyes.

Hasta Isabel la Católica, tan austera en sus costumbres que al comenzar su reinado se propuso, con el rey Fernando su marido, refrenar a los nobles en su desmandada ostentación de riquezas dándole el ejemplo con la sobriedad de sus vestidos, dio que hacer en cierta ocasión con su indumentaria, pues al recibir solemnemente una embajada francesa, fray Hernando de Talavera, su confesor, le amonestó duramente por el lujo de su atuendo. Sin embargo, la reina se excusó humildemente diciendo que sus vestidos eran usados y los mismos que había llevado en Aragón. "Sólo un vestido lucí, agregó, que era de seda con tres moscas de oro, lo más llano y sencillo que pude y no pensé que en ello hubiera faltado". Pero Hernando de Talavera siguió clamando contra el lujo y contra los excesos en el comer y en el beber y hasta escribió un libro sobre esta materia. Entre tanto, la moda cada vez más complicada reclamaba una mayor y especial dedicación de sastres y alfayates y como réplica al libro del confesor de la reina, apareció el primer libro de sastrería titulado "Libro de Geometría y Traza", en el que se enseñaba el arte del cortador, de acuerdo a las reglas complicadas de la geometría y la aritmética.

Dicen también que los hombres, contra las mujeres andariegas, idearon un calzado -los chapines- con una alta y pesada suela de madera y para moverlas a usarlos, arguyeron que les daba mayor altura y elegancia. Las mujeres los adoptaron pero le ahuecaron la suela y luego la aligeraron más haciéndola de corcho. Pero el mayor escándalo y alboroto que se produjo en Madrid motivado por la moda fue a causa de una pragmática promulgada por uno de los Felipe, moderando la indumentaria femenina, que provocó la protesta airada de las encopetadas damas de la corte, que veían así disminuidos los encantos que realzaban los costosos vestidos contra los que el rey se declaraba abierta y claramente.

En esta rebeldía y protesta contra la pragmática real, demostraron su mayor tenacidad y encono las tres hijas de un alto funcionario de la corte que con grandes alharacas protestaban a gritos:

- "No. No nos vestiremos como nos manda el rey, que sin duda está de mal humor! El rey quiere que nos amortajemos en vida!".

Y fue tal la indignación, la gritería y el berrinche de estas encantadoras criaturas, que su protesta trascendió más allá de los reducidos límites familiares y domésticos. Pero el padre, que se las traía y que no estaba dispuesto a arriesgar su privanza con el rey por cuestiones de faldas más o menos vaporosas o insinuantes, no tardó en meterlas en pretina y vestidas con austeros y penitentes hábitos monjiles las llevó a la corte y a sus fiestas y saraos de Madrid y Valladolid, entre el poco piadoso cuchicheo de las damas y el asombro y conmiseración de los caballeros.

Sin embargo, esas niñas iracundas del siglo XVII que alborotaron Madrid y desafiaron la cólera real, aunque a la postre dieron con un padre más iracundo que ellas, hubieran salido con las suyas, sin tanta bronca, en estos anos que nos han traído los míseros, menguados y sumarios toneletes femeninos y la exuberante pelambre masculina que algún español viejo ve pasar con un gesto entre despectivo y melancólico bajo los arcos de la Plaza Mayor entre el nocturno y despreocupado gentío en busca de "cavas", "posadas" y "colmados" o por las abigarradas y bulliciosas calles de la madrileña Puerta del Sol, mientras las ondas de las emisoras se quiebran y desarticulan en descompasados compases de música YéYé.


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